Carlos, que te lo he dicho muchas veces: que no te enteras de nada, que mucha filosofada, mucha disquisición acerca de esto del correr sano, mucho buen rollito, y al final te llegan las carreras que no te te das cuenta, y no sería la primera vez que tu esposa te llama a la salida de una de ellas diciéndote: “oye, ¿para correr no te deberías haber llevado las zapatillas…?” (Testigos tengo de este sucedido que afortunadamente se pudo solucionar con unas Asics prestadas, eso sí, un número inferior del pinrel que servidor se gasta, cosa que pagó por zoquete con la pérdida de un par de uñas).
Pues eso, que este domingo llega el Mapoma, y me he hecho el firme propósito de, al menos, no olvidarme de nada. No será fácil. Tengo pensado hacer una lista, como en los viejos tiempos: vaselina, (para la entrepierna, pero no precisamente ahí se os va vuestra mirada sucia, guarrones…), dorsal, chip, esparadrapo… Tendré que repasar.
No obstante lo importante ya está “apañao”: tengo ritmo-objetivo de salida, (y espero que de llegada), y buena compañía. Saldré con mi tocayo y sin embargo amigo Darth Vader, al que siempre acompañan las fuerzas, (chiste malo por el que le pido disculpas), con el firme propósito de no irnos bajo ningún concepto por debajo de las cuatro horas y media. Un paseo, vaya.
Una vez pasada la frustración de no haber podido intentar las tres horas cincuenta en Sevilla, mi habitual anarcoplan ha derivado directamente en una total y absoluta falta de él. He corrido poco y sin pensar, procurando simplemente disfrutar de cada paso, tomándome las carreras, (que eso sí, han caído unas cuantas), de una forma tranquila. El otro día, en el foro, Yoku se preguntaba cómo me presentaba en la salida con tan pocos kilómetros en las piernas. Me ha dado por mirar el bagaje de estas semanas desde el fallido maratón de Sevilla, y han sido tal que así: cuarenta y seis, treinta y siete, sesenta y seis, veintitres, cuarenta y tres, treinta, veintiséis, cuarenta y dos… Aún así, suficiente para esas cuatro horas y media. A favor además, como le matizaba a Yoku, que aún vivo de las rentas de la preparación para Sevilla, y me encuentro relativamente bien, quizá incluso para atacar las cuatro horas.
Este año, como todos, a estas alturas por foros y blogs se respira tensión, nervios de última hora, lesiones inoportunas. Recuerdo a Lander justo ahora hace un año, preguntándose y preguntándome por mis recuerdos del primer maratón, y aunque mi desorganizada mente no pudo temporizarlos adecuadamente, escupió sin embargo una mezcolanza de imágenes y sensaciones que plasmé en esta entrada, de la que entresaco estos párrafos, con la esperanza de que mi modesta experiencia pueda servirle a alguno de los que esto lea, y pidiéndoos por favor, que en cualquier caso lo disfrutéis, que total, sólo es una carrera:
“Por aquel entonces yo salía a correr tres o cuatro días por semana. Siete, diez kilómetros, dependiendo del tiempo libre, de las ganas de ese día... El correr te hace conocer gente y con algunos de ellos trabas una incipiente amistad. Un buen día, bajando por uno de mis circuitos preferidos, veo unos cien metros por delante a Pepe, uno de esos amigos sobrevenidos a través de este mundo del correr y que con el tiempo se ha convertido en una persona entrañable para mí. Aprieto a ver si lo cojo, pero él hace lo mismo, está terminando su entreno y lo quiere hacer fuerte. Al final logro alcanzarlo..., cuando él paró. Brevemente charlamos mientras nuestros corazones vuelven a la calma. Yo tengo en ese momento treinta y siete años y le digo medio en serio, tres cuartos en broma, que antes de los cuarenta quiero correr un maratón. "Nosotros vamos a hacerlo este año..."
Siempre he sido un facilón. ¿Valiente?, ¿inconsciente?. No he corrido más que un par de medias en mi vida, pero allí, en enero de 2000, en un día cálido para la fechas en las que estábamos, nada más de que Pepe acabara de trasladarme sus planes, supe que el próximo Mapoma me tendría entre sus inscritos.
Quizá hice una media de cuarenta kilómetros semanales, no más. Sin planes, sin método, sin conceptos claros, sin saber qué era realmente un maratón... Ninguno del grupo había corrido nunca ninguno. Todos éramos corredores muy modestos, y todos acabamos muy por encima de las cuatro horas. Recuerdo que ese día todo fue una aventura: aparcamos los coches en el parking de la Plaza de España. Ya vestidos cogimos el metro hacia la salida, y de repente, allí estábamos, respirando ambiente atlético del bueno. Viendo mezclados corredores de toda condición, observando con la ingenuidad y curiosidad de la primera vez cómo se comportaban "los que sabían". Nosotros deambulábamos de aquí para allá sin tener muy claro qué es lo que debíamos hacer. El tiempo transcurrió lento hasta la hora de la salida, pero cuando esta llegó, estalló la fiesta. No se cómo se vive ese momento en la cabeza de la carrera, pero al final es una descarga de adrenalina brutal: por fin llega el momento de empezar a hacer aquello a lo que has venido, de jugar tus cartas esperando que esta vez sí, esta vez consigas esquivar las trampas que el maratón, (o la maratón, que nunca lo he tenido claro), te va a tender.
La riada de gente Castellana arriba es impresionante. Los nervios, relajados por la salida se tornan en risas, chistes y bromas. Durante los primeros kilómetros corres casi codo con codo con otros corredores. Eso dura poco. Al cabo de un tiempo los chascarrillos van cesando, las miradas se vidrian y cada uno va buscando su sitio. Nosotros habíamos decidido correr juntos la mayor parte del recorrido. Una vez que el maratón llegara a su mitad, allá por el kilómetro treinta o treinta y cinco, cada uno buscaría su ritmo. Hasta ese momento el maratón fue una sucesión de sensaciones: recuerdo especialmente el sonido de las zapatillas contra el asfalto, el olor a geles, linimentos y sudor. El paso por la Calle Fuencarral, donde siempre sonaba la canción de Carros de Fuego que conseguía ponerte un nudo en la garganta, el paso por la Puerta del Sol, con un muro de gente aplaudiendo. Las primeras molestias en los cuádriceps al entrar en la Casa de Campo. La soledad, el miedo, las dudas, la falta de confianza en las propias fuerzas al enfrentarte a distancias que nunca habías superado. El dolor en que se convierte las primeras molestias con el paso de los kilómetros. El atisbo de pánico cuando compruebas que esos kilómetros no miden igual que al principio. Los abandonos, la gente andando. Los aplausos que te impiden aflojar el ritmo. El agua que no calma la sed, las glucosas que te producen aún más. El dolor que se convierte en un dolor aún mayor. Las ganas de abandonar. Las preguntas sobre porqué no lo haces. El kilómetro cuarenta en el que pensabas que ya no dudarías, pero en el que sabes que aún es posible el fracaso. La tortura del tiempo detenido, del correr hasta aquel árbol, hasta la siguiente esquina..., donde la calle gira y sube, arriba, cada vez más... y el kilómetro cuarenta y uno, y ya sí. Ya llegas, seguro, y la gente, los aplausos, los ánimos, ¡Dios cómo os quiero!, y el ánimo renacido porque es posible, porque sabes que lo vas a lograr, y porque ves que aunque el reloj sigue corriendo lento, y que la siguiente farola parece no acercarse, de tu interior más profundo empieza a surgir un resto de energía para cruzar la meta, y el kilómetro cuarenta y dos, y los adoquines del Paseo del Prado, una última prueba antes del arco que nunca llega, que parece retroceder. Y la emoción, las lágrimas a duras penas contenidas porque has visto cosas en tí que no sabías que existían. Porque te has enfrentado a tus miedos y los has vencido. Porque te conoces mucho mejor que hace unas horas. Porque has crecido como persona. Porque eres más fuerte y sabes que a partir de ahora los problemas los encararás de otra forma. Ahora sabes, ahora conoces. Has mirado al miedo a la cara y lo has vencido.
Cruzas la meta. Tu cuerpo desconecta. Tus piernas trastabillan. Te abrazas con tus compañeros. El dolor vuelve. Has vencido, sí, pero tienes que pagar, y el precio es ese dolor. Pero ya no importa. Como un zombi avanzas por la cola de las bolsas del corredor. La recoges, bebes, comes, estiras. Te vuelves a abrazar a tus compañeros. Ves a los que llegaron antes, preguntas por aquellos a los que no encuetras. Esperas al resto. Un momento de sensatez te hace prometer que no volverás a someter a tu cuerpo y tu mente a esa tortura. Nunca más..., hasta el año siguiente.”
Releyendo recuerdo a Pepe, al que cito al principio del texto, un buen amigo que nos ha dejado recientemente. El es culpable en parte de lo que soy como corredor y como persona. Un abrazo amigo, allí donde estés.