Foto extraída, como la de la penúltima entrada, de este hilo del foro de carreras de montaña de ElAtleta.com, posteada por el usuario Cañorroto no se rinde.
Defino la traslocación como la capacidad de determinados seres humanos de disociar completamente cuerpo y mente y hacerles vagar separados por mundos absolutamente distintos. No tiene nada que ver con viajes astrales, bilocaciones ni supercherías por el estilo. La traslocación existe, es real, y permite a aquellos sujetos susceptibles de experimentarla de estar realmente en dos sitios a la vez. Es hereditaria por parte de padre, y para que os hagáis una idea de lo que hablo, es lo que le permite a mi hijo asentir pacientemente con su cabecita en medio de la regañina diaria de media tarde por no haber hecho los deberes, mientras su mente analiza y repasa las distintas teorías sobre la extinción de los dinosaurios. La traslocación permite que el cuerpo siga sin problemas con sus quehaceres diarios: trabajo, compras, tareas domésticas, charlas intranscendentes…, mientras la mente deambula por delicados vericuetos sin las ataduras del mundo físico. Pensamientos profundos, sólidas argumentaciones, decisiones importantes…, suelen tomar forma en plena traslocación, sin las ataduras ni interferencias de carne y sangre. Claro, que el ser humano es imperfecto, y la traslocación, también. En plena traslocación la mente es privada del goce de los sentidos, y por muy buena que sea su emulación de estos, nunca puede “sentir” plenamente el frío del viento en el rostro o la caricia de una mujer. Por otra parte, aunque el cuerpo pueda seguir con sus tareas cotidianas, adolece de una cierta falta de atención, lo que se puede traducir por ejemplo, en una pérdida del camino correcto en una carrera de montaña, en plena vaguada sin sendero marcado, dentro de un denso bosque cuajado de pinos y monte bajo donde apenas ves dos metros por delante, y lo peor, sin saber cuando demonios viste la última señal… Pero no adelantemos acontecimientos y vamos con la Crónica del VII Cross Alpino Cebrereño.
Hay carreras a las que les exiges mucho porque es mucho lo que ofrecen, (y generalmente cobran): como una inscripción fácil por internet, una confirmación casi inmediata de la misma con asignación de número de dorsal…, y hay otras, y lo voy aprendiendo poco a poco, que apenas te dan nada de eso. Y me doy cuenta de que a veces no hace falta. En estas carreras siempre hay alguien, al que generalmente se le llama por su hipocorístico: Pepe, Rafa, Paco…, al que recurrir si hay algún problema. El lo arreglará sobre la marcha, te dará una palmadita en la espalda, te soltará algún gracejo a modo de disculpa y te pagará un café. El Cross Alpino Cebrereño es de este último tipo, una de esas carreras familiares, en la que nunca vas a tener un problema con la inscripción, o porque tu pago no haya llegado a tiempo. Por eso no hacen falta confirmación de inscripción, ni web propia, ni formularios ni pasarelas de pago. De lo que se trata es de que el corredor que se acerque ese día a Cebreros corra y lo pase bien y punto. Y lo consiguen, vaya que sí.
Poco me entretengo por tanto en la organización: crean un excelente ambiente para el corredor, te atienden instantáneamente, te marcan perfectamente, (traslocaciones aparte), un recorrido PRECIOSO por los montes que rodean el pueblo, te ofrecen varios avituallamientos más que suficientes, te pone personal de asistencia cada pocos kilómetros, te ofrece un piscolabis al acabar del que incluso los últimos hemos podido disfrutar en suficiente cantidad y te regalan una de las camisetas más bonitas que he visto en mi vida. Y todo por diez euros, ocho si eres socio de Corricolari. Si además en el sorteo te toca un estuche con varias botellas de vino del terreno, como ha sido el caso, pues miel sobre hojuelas.
A las diez en punto, previa voz megáfono en mano: “corredores, al álamo enfrente la Iglesia…”, se da la salida desde la plaza del pueblo, como debe ser. Unos cientos de metros neutralizados y en cuanto se abandona el asfalto, a correr… Los primeros kilómetros pican hacia arriba, aunque, estos sí, son corribles. Pasamos por las afueras del pueblo, atravesamos un viñedo, y poco a poco el recorrido se va adentrando en el monte. La vegetación va cambiando y se hace más silvestre. Aparecen los primeros pinos, salpicando laderas en las que aún hace frío, acrecentado por el viento. Algún pequeño trozo del recorrido se endurece por su inclinación o por su piso, y se anda algún metro suelto. Aún así los primeros kilómetros son muy agradables, no estoy forzando nada y tengo buenas sensaciones, pero a partir del kilómetro nueve o diez la cosa se complica. Entramos de lleno en pleno bosque: un pinar espeso y tupido, aún con senderos y caminos bien marcados que no cuesta seguir, pero que se empinan cada vez más. Aquí hasta los más valientes ya andan largos tramos, y las manos se apoyan frecuentemente en las rodillas para ayudar a los sufridos cuádriceps. Del final de esa zona es la foto que encabeza la entrada, tomada en la edición del año pasado, y tal cual veis al desconocido corredor, y aunque quizá con menos gracia, pero así saltó un servidor el mismo tronco… El recorrido en esta zona es precioso, un remedo de los primigenios bosques que una vez llegaron desde aquí a Guadarrama y más allá, hogar del lobo y el oso, ahora extinguidos en la zona. Una vez terminada la más larga subida de todo el recorrido, muy dura en lo físico pero fácil en lo técnico, hay unos kilómetros de relativo descanso que transitan por el inmenso pinar, entre enhiestos pinos piñoneros que le dan al ambiente un toque bucólico, casi mágico, acrecentado porque casi toda la carrera la hago solo.
Poco después, y tras cruzar una agradecida pradera, está el segundo avituallamiento, en el que sólo tomo agua y un pedazo de plátano, pero podría haberme puesto hasta las trancas de choricito a la plancha, panceta recién hecha… Un lujo. Hasta aquí he disfrutado muchísimo de cada paso, del paisaje, de las buenas sensaciones que tengo. Sólo los lumbares, castigados por la postura forzosamente inclinada cuando el camino mira al cielo, y los cuádriceps, algo cargados por los tramos de bajada, me recuerdan que estoy a la mitad de la carrera, y ya he pasado la cota más alta e, ilusamente pensaba, por tanto lo peor…
Nada más salir del avituallamiento el recorrido cae hacia una vaguada y el recorrido serpentea entre piornales de gran tamaño, salpicado todo por pinos, más bajos que en la anterior zona. De hecho en varios momentos hay que agacharse, casi en cuclillas, para pasar por debajo de alguna de sus ramas. El paso a veces es angosto, y el sendero casi inexistente. Trasloco. Estoy disfrutando mucho y mi mente se sumerge en su estado preferido: la desconexión del mundo físico, y se ensimisma en sus propios asuntos mientras mi cuerpo sigue trotando. Pero la falta de atención hace que pierda una señal. Ignoro cuanto tiempo estuve corriendo sin referencias, no creo que más de un par de minutos, pero al encontrarme con el vado de un pequeño arroyo y volver súbitamente al mundo físico, me doy cuenta de que estoy perdido. Miro a mi alrededor. No veo absolutamente nada más que verde. Ninguna señal roja y blanca que me indique por dónde debo seguir. Al estar en la ribera del arroyo, en la parte más baja de la vaguada, decido coger algo de altura para tener mejor perspectiva, así que vuelvo sobre mis pasos, pero sigo sin encontrar la cinta de plástico que debiera guiar mis pasos. Durante unos minutos deambulo en zig zag, a la espera de encontrarme con alguna de ellas, pero no lo consigo. Cuando tengo decidido volver hacia el avituallamiento y retomar allí el camino correcto veo a unos doscientos metros por debajo de donde estoy a otro corredor, al que supongo más espabilado que a mí, por lo que tomo la decisión de seguirlo. Al poco encuentro de nuevo las ansiadas referencias pero calculo que he perdido casi diez minutos.
Y entonces empieza lo bueno. A partir de ese momento el terreno se hace mucho más técnico y difícil. Da igual hacia arriba que hacia abajo: piedras sueltas mezcladas con arena, escorrentías, canchales, roquedos… El sendero, ahora más marcado, baja hacia los pedregales de la foto de la antepenúltima entrada, una de las zonas más bonitas, (y peligrosas por los posibles resbalones), de todo el recorrido. A veces una piedra, empujada por mi pie, cae y rueda ladera abajo, rebotando en primas suyas, mucho más grandes y casi verticales. Otras las puedo oir detrás de mí, en pequeña avalancha producida por mi paso. Ignoro a qué le llamarán “zona técnica” los corredores expertos, pero este es un terreno que yo no domino, (aún), y mis apoyos no son lo seguros que debieran, a veces tengo pequeños resbalones sin importancia, un par de torceduras de tobillo por pisar en piedras inestables… Esto me hace pensar en lo complicado del reto que nos hemos autoimpuesto Zerolito y yo en junio, el Maratón Alpino Madrileño, cuando nos enfrentemos a terrenos aún peores y con muchos más kilómetros en las piernas…
Un breve descanso por camino, una nueva subida, otro descanso…, y lo que a mí me pareció la madre de todas las cuestas… Mis manos se aferran a los troncos y piedras con los que me encuentro. Cuando no, están en mis rodillas, intentando empujar sinérgicamente con mis castigados cuádriceps. Subida en la que mi pulsómetro marca las mismas pulsaciones que compitiendo en media maratón. Kilómetros a diez y once minutos con el corazón saliéndose por la boca, ¿y esta es una carrera corrible como decían el el foro…?. Pasamos por una zona espectacular, de inmensos roquedales en los que hay que trepar y saltar. Veo dos enormes rapaces, a las que no identifico, aunque por la forma ahusada de sus alas incluyo casi con toda seguridad en la familia de las falconiformes. Su majestuoso vuelo me hace parar unos segundos…
Por fin llegamos al final de la subida. De la última subida. Ahora, a disfrutar de un merecido descanso hasta el pueblo, que se adivina a lo lejos…, ¡y una leche! Tus deseos se cumplen durante unos pocos cientos de metros, pero al cruzar la carretera se sigue un ¿camino? con una pendiente constante, muy tendida, pero sembrada de piedras sueltas, afloramientos de roca y arena suelta para hacerla más divertida. Aquí las molestias se convierten directamente en dolor. Los pies se retuercen y machacan al bailar dentro de las zapatillas. Noto una ampolla en uno de mis dedos. Siento las uñas de varios de ellos rozando contra la puntera de las zapatillas, (por fortuna ninguna se ha puesto negra). Las rodillas parecen girar sin control en todos los sentidos, los apoyos son inseguros, y tiendes a frenarte por precaución, pero si vas excesivamente despacio es peor: al retener el peso del cuerpo se sufre muscularmente más que si dejas que la gravedad haga su trabajo, así que esos últimos kilómetros se me hacen muy duros.
Pero todo se acaba, y al final llego al pueblo, agradeciendo el suave y liso asfalto. Entro en meta y me dicen que he ganado un estuche de vino en el sorteo de regalos. Pues qué bien…
Mientras escribo siento mis piernas machacadas. Ningún dolor especialmente fuerte, sino una especia de “totalgia” que pilla desde mis pobres uñitas hasta la parte baja de la espalda. He estado en el cine con los peques y no he podido por menos que “traslocar” como hacéis el resto de los humanoides: roncando, y aunque esta mañana, mientras mis pobres pulmones apenas daban para abastecer de oxígeno mis ávidos músculos, me planteaba muchas dudas correr el Maratón Alpino Madrileño, ahora todo se ve de otra forma… ¡Dios que estúpidos llegamos a ser!