Es de noche. Una tenue neblina sube desde el cercano río, humedeciendo y haciendo resbaladizo el suelo de adoquín de las viejas calles por las que corres. Hace frío. Es final del otoño en una vieja ciudad de centroeuropa. Estás cruzando un puente a toda velocidad. No puedes permitirte un respiro en una zona tan descubierta. Sabes que aquí eres un objetivo fácil para ellos pero en tu huida no has encontrado otra escapatoria. Ahora tienes que llegar rápido a la otra orilla, donde un dédalo de callejuelas te dará siquiera algo de protección.
Acabas de girar por una bocacalle, abandonando la avenida al pie del puente y dejando atrás el eco de sus pasos, pero sabes que te han visto y que te seguirán, cada vez más cerca.
Acabas de girar por una bocacalle, abandonando la avenida al pie del puente y dejando atrás el eco de sus pasos, pero sabes que te han visto y que te seguirán, cada vez más cerca.
Giras de nuevo en un intento de despistar a tus perseguidores y te introduces en un oscuro y estrecho callejón del que no ves la salida. Por un momento piensas si no habrás cometido un error, si acaso ese callejón será ciego, al estilo de los de las juderías toledanas, y será el lugar donde ellos te apresarán, pero un brillo al final del mismo descubre una salida a una amplia plaza.
Antes de entrar en ella te aplastas contra la puerta cerrada de una vetusta vivienda. Necesitas aire y jadeas en su busca, pero intentas no hacer ruido en la esperanza de que tus perseguidores pasen de largo por la boca del callejón. Por un momento sus pasos dudan, se paran, pero tras unos segundos los sientes de nuevo en su camino. Ellos siempre te encuentran, siempre te persiguen, y tú huyes de nuevo...
Antes de entrar en ella te aplastas contra la puerta cerrada de una vetusta vivienda. Necesitas aire y jadeas en su busca, pero intentas no hacer ruido en la esperanza de que tus perseguidores pasen de largo por la boca del callejón. Por un momento sus pasos dudan, se paran, pero tras unos segundos los sientes de nuevo en su camino. Ellos siempre te encuentran, siempre te persiguen, y tú huyes de nuevo...
No tienes miedo. No puedes tenerlo. "El miedo mata la mente", recuerdas, "dejaré que el miedo pase por mí y a través de mí, y no temeré", y lo arrinconas en lo más profundo de tí. Necesitas toda tu lucidez para no equivocarte, para encontrar el camino adecuado, el salto justo que les impida apresarte. Corres...
La plaza está lúgubremente iluminada por farolas cuya mortecina luz apenas consigue abrirse paso unos metros en la opresiva atmósfera que te rodea. Cruzas la plaza y a tu izquierda ves una iglesia con una enorme torre. En la cara que da a la plaza un gigantesco reloj profusamente adornado con signos cuyo significado hace mucho tiempo que se ha olvidado, y que sólo recuerdan un puñado de iniciados, marca la hora. La hora bruja, la hora siniestra en que realidad y fantasía se entremezclan. En la que surgen y toman forma los miedos que atenazan a los hombres. Formas oscuras y ominosas como las de los que te persiguen.
La plaza está lúgubremente iluminada por farolas cuya mortecina luz apenas consigue abrirse paso unos metros en la opresiva atmósfera que te rodea. Cruzas la plaza y a tu izquierda ves una iglesia con una enorme torre. En la cara que da a la plaza un gigantesco reloj profusamente adornado con signos cuyo significado hace mucho tiempo que se ha olvidado, y que sólo recuerdan un puñado de iniciados, marca la hora. La hora bruja, la hora siniestra en que realidad y fantasía se entremezclan. En la que surgen y toman forma los miedos que atenazan a los hombres. Formas oscuras y ominosas como las de los que te persiguen.
La puerta de la iglesia está cerrada, pero sabes que tiene que haber otras entradas, más escondidas, más discretas, y que dentro hay capillas, ábsides, oscuros recovecos donde esconderse, donde volver a coger algo de aire, antes de huir de nuevo... La rodeas dejando atrás la torre y su reloj.
Una pequeña tronera se abre casi a ras del suelo. Sólo una desvencijada tabla la cubre. Sin pensar, tus manos se sujetan en un reborde de la pared mientras te lanzas con los pies por delante y todo el peso de tu cuerpo contra ella. La madera, podrida, cruje y cede con facilidad y te precipitas en la oquedad. Estás en una cripta y la oscuridad es espesa. Huele a moho y a humedad y por un segundo estás desorientado, pero al poco, al tenue brillo del ventanuco destrozado ves una exigua escalera de piedra tallada de la que adivinas sólo unos pocos escalones. Es la única salida y te precipitas hacia ella.
El pasadizo es angosto, los escalones pequeños y resbaladizos. Trastabillas, pero no paras. Bajas rápido, pero bruscamente te topas con una puerta. Cargas con tu hombro contra ella en la esperanza que su madera esté tan podrida como la anterior..., pero la puerta es recia. Sus gruesos cuarterones están reforzados con planchas metálicas y resiste tus envites. Paras y te apoyas en la pared. Cierras los ojos y respiras. Escuchas y respiras. Coges aire y procuras controlar tu desbocado corazón. Arriba, a través del ventanuco de la cripta los vuelves a sentir, más que a oir.
Te separas de la puerta y te echas hacia atrás. A través de la oscuridad miras casi sin ver el obstáculo que se interpone entre tí y la esperanza de una huida, la esperanza de un minuto más. Tus músculos se tensan bruscamente. Se apoyan en los irregulares escalones, y te catapultan hacia delante... Los cuarterones resisten, pero las oxidadas bisagras, tan mohosas como la madera en que se incrustan, hace tiempo que no cumplen su función. La puerta entera cruje y se abre un tanto. El hombro te duele, pero una salvaje sensación de haberlo conseguido de nuevo, de haber ganado un nuevo plazo, te recorre de arriba a abajo.
El ruido les ha alertado y les ha puesto de nuevo en tu pista, que de todas formas hubieran encontrado pronto, pero aquí no, ahora no. Vuelves a cargar contra la puerta y esta cae con un estruendo entre una miríada de partículas, mezcla de astillas, óxido de hierro y polvo de años.
Te incorporas y sigues corriendo. Estás en un largo pasillo, al final del cual ves otra escalera, esta de madera, que lleva al piso superior. Intuyes que su salida es la nave de la iglesia. A izquierda y derecha ves varias criptas, oscuras, donde adivinas formas aún más oscuras. Sabes que esas criptas no tienen salida y que tu esperanza es la escalera, y corres.
Les llevas ventaja, pero no te detienes y subes rápidamente. Al final de la escalera hay una trampilla, también de madera, pero está en buenas condiciones. Si está cerrada estás perdido. Llegas arriba y empujas. La trampilla se abre sin problemas y la atraviesas.
Como suponías estás en una de las naves laterales de la iglesia, junto a la entrada a una estrecha escalera de caracol que sube hacia la torre del reloj. Después de la oscuridad de la cripta y el pasillo, el brillo de la luna, tamizado por las hermosísimas vidrieras de la iglesia te parecen una explosión de luz y color.
Arrastras un pesado banco de madera encima de la trampilla mientras piensas qué hacer a continuación: la puerta principal de la iglesia está cerrada. No ves otra salida en el nivel en el que estás, por lo que decides subir por la escalera de caracol. La torre es alta, y el reloj está muy por encima de tí, pero debes apresurarte, ya que el banco no resistirá mucho tiempo. Giras y giras, pierdes la cuenta de cuantas vueltas das sobre el eje de la escalera. De cuando en cuando una pequeña abertura al vacío te deja ver un retazo de cielo, un puñado de estrellas. Tu esperanza es una ventana, un hueco por el que saltar al tejado de la iglesia, y de ahí de nuevo al suelo, o a otro tejado, donde volverás a correr...
Tu piernas arden por el esfuerzo, pero al fin llegas a una explanada de madera, abierta a toda la superficie de la torre, y te das cuenta de que estás dentro, del reloj. Por todas partes te rodean muelles, resortes, péndulos... Martilleando y marcando el ritmo del tiempo, que transcurre insensible a los avatares de quien se empeña en constreñirlo a una mera dimensión física. El ruido es ensordecedor. A través de la esfera ves que quedan escasos segundos para que el reloj marque la hora. Ves las enormes campanas que tañirán en un momento e instintivamente te tumbas en el suelo y te encoges esperando un estruendo que golperará tus tímpanos sin remedio. Llevas las manos a tus oídos en un intento de evitar lo inevitable: el sonido atravesará cuantas barreras se interpongan entre él y tú, de hecho, con sorpresa, te das cuenta de que está sonando ya, sin que te hayas apercibido de ello, y mientras esperabas el dolor, la idea de que las campanas suenan hace un tiempo entra en tu mente. Suenan estridentes, pero suaves y acompasadas: cuatro toques y un silencio, cuatro toques y un silencio...
Son las siete. Comienza un nuevo día.
Este que relato es uno de ellos, es real. La ciudad es Praga, aunque con matices. En la maravillosa inconcrección de los sueños, la catedral es la de Avila, (y la torre), pero las callejuelas, el ambiente y el reloj, son de Praga. Un pase de fotos del reciente viaje de un amigo, e Ethan Hunt huyendo de noche por la ciudad tienen la culpa de que Praga estuviera en mi mente esa noche.
Más allá de los análisis pseudo Freudianos que me podáis hacer, lo cierto es que estos sueños en los que soy perseguido no sé muy bien porqué ni por quien, están muy lejos de ser desagradables. Todo lo contrario. En ellos corro lo que no hago en la vida real. Mis piernas y mis pulmones son máquinas perfectas que me permiten mantener ritmos salvajes durante el tiempo que haga falta, y no sólo eso. Soy capaz de saltar de tejado en tejado, de trepar por andamios como el mejor Tarzán, de realizar movimientos inverosímiles al estilo de los UrbanRunners y de dejar atrás una y otra vez a mis perseguidores. La sensación es fantástica, y cuando tengo uno de estos sueños, los cuatro pitidos seguidos del silencio de mi despertador se hacen aún más odiosos que de costumbre.
¿Raro?. Quizá.
Arrastras un pesado banco de madera encima de la trampilla mientras piensas qué hacer a continuación: la puerta principal de la iglesia está cerrada. No ves otra salida en el nivel en el que estás, por lo que decides subir por la escalera de caracol. La torre es alta, y el reloj está muy por encima de tí, pero debes apresurarte, ya que el banco no resistirá mucho tiempo. Giras y giras, pierdes la cuenta de cuantas vueltas das sobre el eje de la escalera. De cuando en cuando una pequeña abertura al vacío te deja ver un retazo de cielo, un puñado de estrellas. Tu esperanza es una ventana, un hueco por el que saltar al tejado de la iglesia, y de ahí de nuevo al suelo, o a otro tejado, donde volverás a correr...
Tu piernas arden por el esfuerzo, pero al fin llegas a una explanada de madera, abierta a toda la superficie de la torre, y te das cuenta de que estás dentro, del reloj. Por todas partes te rodean muelles, resortes, péndulos... Martilleando y marcando el ritmo del tiempo, que transcurre insensible a los avatares de quien se empeña en constreñirlo a una mera dimensión física. El ruido es ensordecedor. A través de la esfera ves que quedan escasos segundos para que el reloj marque la hora. Ves las enormes campanas que tañirán en un momento e instintivamente te tumbas en el suelo y te encoges esperando un estruendo que golperará tus tímpanos sin remedio. Llevas las manos a tus oídos en un intento de evitar lo inevitable: el sonido atravesará cuantas barreras se interpongan entre él y tú, de hecho, con sorpresa, te das cuenta de que está sonando ya, sin que te hayas apercibido de ello, y mientras esperabas el dolor, la idea de que las campanas suenan hace un tiempo entra en tu mente. Suenan estridentes, pero suaves y acompasadas: cuatro toques y un silencio, cuatro toques y un silencio...
Son las siete. Comienza un nuevo día.
Supongo que no seré el único corredor que sueña que corre. En mi caso es un sueño recurrente: a veces corro por los sitios más inverosímiles y en situaciones de lo más rocambolescas, otras compito contra mis compañeros de club o simplemente troto por bosques de fábula. Pero a veces sueño que me persiguen.
Este que relato es uno de ellos, es real. La ciudad es Praga, aunque con matices. En la maravillosa inconcrección de los sueños, la catedral es la de Avila, (y la torre), pero las callejuelas, el ambiente y el reloj, son de Praga. Un pase de fotos del reciente viaje de un amigo, e Ethan Hunt huyendo de noche por la ciudad tienen la culpa de que Praga estuviera en mi mente esa noche.
Más allá de los análisis pseudo Freudianos que me podáis hacer, lo cierto es que estos sueños en los que soy perseguido no sé muy bien porqué ni por quien, están muy lejos de ser desagradables. Todo lo contrario. En ellos corro lo que no hago en la vida real. Mis piernas y mis pulmones son máquinas perfectas que me permiten mantener ritmos salvajes durante el tiempo que haga falta, y no sólo eso. Soy capaz de saltar de tejado en tejado, de trepar por andamios como el mejor Tarzán, de realizar movimientos inverosímiles al estilo de los UrbanRunners y de dejar atrás una y otra vez a mis perseguidores. La sensación es fantástica, y cuando tengo uno de estos sueños, los cuatro pitidos seguidos del silencio de mi despertador se hacen aún más odiosos que de costumbre.
¿Raro?. Quizá.
10 comentarios:
que suerte acordarse de los sueños con tanto detalle, yo apenas recuerdo nada.
estamos mas o menos igual carlos, corriendo poco, nos vemos en la cena y charlamos, por cierto, ya he vuelto a escribir en el blog, que lo tenía abandonado. saludos.
Pues sí, mis sueños suelen ser muy vívidos y reales.
En cuanto a lo de correr poco..., ya me gustaría a mi amiguete andar en plena forma como tú ahora. ;-) :-D
Nos vemos en la cena, o antes si te vienes a la Carrera del Orgullo... :-P :-D
Un abrazo.
pues sí, qué suerte. antes de nada, felicitarte por la excelente narración... digna de una novela... dios que angustia!!!.
correr de una forma agradable, suele estar asociado a éxitos personales, laborales o sociales... si asciendes en tu empresa nos lo dirás? jejeje
abrazos
jejejeje... ójala tengas razón en lo del éxito Merak, y gracias por la "crítica".
Un abrazo.
Pues vaya sueños más historiados!!! Yo no suelo acordarme de mis sueños, y si alguna vez me persiguieron, lo pasé fatal. Esperemos que a partir de ahora, por eso del correr, me pase como a ti y sean agradables. Y pensando en tu sueño, si hay algo que nos persigue es el crono, no me extraña que sea allí dónde acabe todo.
Saludos
Tenía esto pendiente para leer, joder qué historia más de puta madre, mis sueños suelen ser mucho más absurdos, pero desde luego también son mucho menos activos.
Mola :)
Claro, pero seguro que a tí el Polar no te ha dado movimiento, cuidate y entrena que te veo que Torrevieja te lo haces conmigo ;)
Ya estamos dejando frases con doble sentido.
Darth
Jajajajaja... Pues no, no me ha dado movimiento, pero vamos, que tampoco he probado a dormir con él.
En Torrevieja el caso será hacérmelo con alguien.
Un abrazo tocayo. ;-)
Te escribí un comentario largo,largo... y la "M" de conexión se lo comió.
Te decía que está muy en tu estilo, con todo lujo de detalles, es más una película que un texto, haces que lo vivamos...
Y te animaba a escribir una novela, narras muy bien, no te asustan los textos largos ( como a mí ) y tienes bastantes ingredientes para que te salga bien la comida.
Anímate a ratillos perdidos, ( sé que son escasos pero no tienes prisa...)
Un besazo y espero poder mandar el comentario esta vez.
¿Una novela Montse?, me pasa como con el atletismo: para hacer algo reseñable necesitaría un compromiso que no estoy dispuesto a asumir. Escribo como corro: a ratos y sólo cuando y cuanto me apetece. Pero muchísimas gracias por esa confianza que me tienes. Eres un sol.
Besos. ;-)
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