martes, 15 de febrero de 2011

Maratón de Sevilla.

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Kilómetro veintisiete y medio. Corro solo. Desde el primero. Así ha sido en muchos maratones y no me importa por más que el dolor siempre “duela más" en soledad. Una bonita joven, apenas una adolescente, ha decidido perder una mañana de domingo animando a un puñado de sudorosos corredores la mayoría de los cuales ni siquiera tendrán un gesto de agradecimiento con ella. Lleva horas gritando, prestando un apoyo vital de cuya importancia seguramente no es del todo consciente. Su voz sonará quebrada al final de la mañana, pero con cada palabra suya habrá conseguido que alguien de un paso más, que un nuevo aliento entre en los pulmones de uno de los cientos de atletas con los que se cruce. Corro solo. El grupo que me precede me lleva unos pocos metros. A su paso la muchacha se gira y vuelve hacia mí un rostro en el que adivino esa orgullosa y altiva belleza andaluza de pelo azabache, piel color oliva y encendidas ascuas por ojos. Unos ojos enormes, oscuros y profundos. Serán muchos los que sientan vértigo ante su mirada y pocos los que sean capaces de enfrentarla. Corro solo. Y sus ojos se clavan en los míos...

¿Como describir el arte con palabras? El arte no se describe. El arte se vive. Porque no se puede poner en negro sobre blanco el sutil vuelo de la capa del maestro Curro Romero en sus tardes de gloria en la cercana Maestranza, o cómo el quejío de Camarón rasgaba la noche de Triana compitiendo en belleza con la luna llena, asomando tímida tras la Torre del Oro. Corro solo. Y solo yo fui testigo de lo que me susurró esa mirada, fue solo a mí a quien se dirigieron esas pocas palabras de dulce acento andaluz que no olvidaré jamás:

- No somos rubias, pero tenemos esponjas...

Ella seguramente ya no recordará el esperpéntico espectáculo de un corredor tan falto de forma como sobrado de peso que se atraganta con el agua al reírle la ocurrencia, mientras que lo que pretende ser un guiño cómplice de agradecimiento se queda en una retorcida mueca, toda vez que comprobé a las bravas que no se puede articular palabra cuando el agua inunda tu glotis. El domingo solo fui un recuerdo en su memoria a corto plazo que a buen seguro quedó borrado con el siguiente corredor, pero ella quedó convertida en mi pincelada de ese maratón, en esa imagen recurrente que va componiendo con los años el acervo de tu memoria atlética. Como los dedos entrelazados de aquella pareja escandinava a través de la valla en la salida del Tui Maratón de Palma de Mallorca, o las lágrimas del corredor al que acompañaba en el kilómetros treinta y cinco del Mapoma al besar a su familia... Para mí el maratón de Sevilla irá siempre unido a la negrura del pozo sin fondo de unos ojos alegres en cuyas pupilas, a pesar de lo nublado del día, brillaba el reflejo del sol en el Guadalquivir, las velas de una Madrugá en el barrio de Santa Cruz y el fuego de un embrujo robado a una ciudad que rebosa de él.

Desgraciadamente el empuje de la chica no llegaría mucho más allá. Tomé la salida del maratón casi con la certeza de no terminarlo (de hecho llevaba monedas para repatriarme en taxi) e incluso me planteé seriamente no presentarme en la salida. La media maratón de Getafe me dejó muy buenas sensaciones en cuanto al ritmo que en estos momentos puedo mantener, pero después de tantísimo tiempo parado no tengo suficientes kilómetros en las piernas como para hacer un maratón completo. Además la semana previa fue horrible en cuanto a sensaciones, con unos rodajes pésimos y muchas molestias debido, quizá, a que mis hijos estuvieron enfermos y yo no consiguiera evadirme totalmente de las miasmas. Aún así la maratona jugó conmigo, tentó y templó, hizo que me arrimara, me mostró el capote e, infeliz de mí, entré al engaño. Durante la primera media las sensaciones fueron fantásticas. Como digo, tengo el ritmo, aunque no el fondo, y me planté en el kilómetro veintiuno casi sin sentir, con las pulsaciones incluso más bajas de lo que esperaba. Y llegué a soñar con terminar el maratón. De ahí al veinticinco la lógica aparición de los primeros síntomas de cansancio: ligera subida de las pulsaciones, kilómetros algo más lentos de lo que dicen las propias sensaciones, primeras molestias musculares..., nada alarmante, nada fuera de lugar. Pero en el veinticinco comenzó el desmoronamiento. Las pulsaciones, esta vez sí, comenzaron a subir ostensiblemente a la par que el ritmo bajaba inexorablemente.

No hay más excusas ni justificaciones. La gasolina llegaba hasta ahí y punto. En el kilómetro treinta decidí andar un par de minutos en un último intento de comprobar si lo que sufría era un simple desfallecimiento temporal, pero no. Troté de nuevo un par de kilómetros sin notar mejoría. Podría haber recurrido a tirar de redaños, apelado a la épica del maratón y bla, bla, bla..., con tal de terminar, que al fin y al cabo en peores plazas hemos toreado y de ellas hemos salido airosos, pero simplemente no quise. Y mientras valoraba pros y contras de abandonar un maratón sin tener realmente excesivos problemas físicos y tan solo a diez kilómetros de meta, por la calzada paralela a aquella por la que discurría la carrera pasó un taxi, y en un gesto casi instintivo levanté el brazo. Allí acabó todo.

En lo personal ha sido un estupendo fin de semana aprovechado a tope. He disfrutado de Sevilla, de sus calles y de su gastronomía. Lo he hecho, además, con mi familia y con mis amigos. No puedo pedir más. Y en lo deportivo me quedo con haber hecho una tirada larga de cara al objetivo del año, el MAM.

Y también me llevo el recuerdo de la mirada de esos ojos negros…